Destacada
5. El preoperatorio

5. El preoperatorio


El día anterior a la operación me lo cogí libre en el trabajo y había dejado preparado todo lo que necesitaba. Me había dedicado tiempo para mí, para acicalarme y así ganar tiempo después de la operación sintiéndome a gusto. Me había depilado las piernas, el pubis y el bigote, me arreglé las cejas, me corté el flequillo y me di una buena ducha con el guante de Kessa. La maleta estaba lista hacía días. Cenamos temprano y me fui a dormir serena, asegurándome el descanso con un par de valerianas porque… ¡nunca se sabe!

El día de la operación me desperté contenta y supermotivada. Estaba descansada. Durante esa semana recibí muchos mensajes de apoyo y cariño, así que también me levanté con la sensación de estar acompañada. Me atrevo a decir que fue un día que disfruté, aunque suene un poco extraño. Fue un día de plena consciencia, de saborear lo que me estaba pasando en cada momento. Tenía que desayunar ligero y antes de las siete; una tostada con mantequilla y un té. El rato en casa antes de salir pasó muy rápido. Después de la ducha, me miré la barriga en el espejo y pensé que un cambio irreversible estaba a punto de pasar. Mi barriga. Suave. Con el pubis depilado. Estaba bonita. Aún no me había venido la regla. La palpé y sentí el bulto de los fibromas bajo los tejidos. Pensé: “mañana ya no estarás”, y lo que entendí después de formular ese pensamiento me sorprendió. Me di cuenta de que la aprensión que sentí cuando tocaba el bulto las primeras semanas tras los resultados de las últimas pruebas de imagen se había transformado de alguna manera en algo así como un apego. Aquel bulto también era yo y parte de mí, de mi cuerpo, de mi identidad e historia. Y me lo iban a quitar en unas horas. Sobre las diez ya había hablado con mis padres y estaba lista para salir. Me despedí de Juanpe como quien se va a celebrar algo, una victoria quizás. Salté, y aplaudí, y sonreí diciendo – Sííííííí,  ¡me voy a operar! – y nos abrazamos un largo instante. – Te quiero muchísimo, voy a estar bien. –  Le dije. También bromeé sobre lo buenos que son los efectos de la ignorancia es casos como este, porque me parece a mí que en momentos así, cuando no tienes ni idea de lo que te espera, es más fácil estar positivo.

Salí de casa con mi maleta camino al hospital. Vivo muy cerca, aunque el hospital queda cuesta arriba. No quería llegar sudada de la caminata así que salí con más tiempo que de costumbre y caminé tranquilamente. Juanpe no podía acompañarme debido a las medidas de seguridad que obligaba la pandemia. Tampoco iba a poder venir a visitarme mientras estuviera ingresada. Solo tenía un número de teléfono al que llamar para pedir información. Luego, cuando yo ya estuviera despierta, podríamos hablar por el móvil directamente. Antes de la operación, había estado dos semanas en cuarentena sin salir de casa y también me habían hecho una prueba PCR del COVID-19 como parte del protocolo preoperatorio.

Me presenté en la recepción de la unidad de operaciones del hospital, casi no había gente. Tardaron muy poco en venir a buscarme y llevarme a un cubículo, uno de esos que tienen las paredes hechas de cortinas y dan una falsa sensación de privacidad. Me senté en una silla que había y la verdad es que me entró sueño. Cerré los ojos. Me puse a dormitar hasta que vino una enfermera.

Allí, en el cubículo, recibí unas cuantas visitas. Las enfermeras fueron varias y me pidieron una muestra de orina, me tomaron la presión y me hicieron un cuestionario larguísimo, haciendo hincapié en si tenía alergias. Y cada vez que venía alguien nuevo a verme, insistía de nuevo en lo de las alergias. Una de las enfermeras me dio una bata de hospital, unas bragas de gasa elástica y unos calcetines altos de descanso, que tuve que ponerme antes de pasar a la sala de operaciones. Mientras estuve en el cubículo tuve dos encuentros maravillosos:  el primero, con mi vecina de cubículo; el segundo, con la anestesista.

Con mi vecina de cubículo creé sin querer un vínculo de complicidad. Ella estaba anémica y yo lo había estado durante muchos años de mi vida. Hablamos en varias ocasiones, casi a escondidas, como si estuviera prohibido. Una de las veces mientras hablábamos, llegó una enfermera que, sin echarnos bronca verbalmente, nos mandó un claro mensaje de reprimenda con su mirada. Mi vecina y yo nos reímos de eso después, como si fuéramos dos niñas de colegio. Cuando salí del cubículo para irme al quirófano, ella también salió al pasillo a desearme suerte. Me hubiera gustado darle un abrazo.

La anestesista vino a verme para explicarme en qué consistía su trabajo durante la operación. Era joven, con el pelo corto y unos ojos muy vivos. Con el uso de las mascarillas durante la pandemia, me había dado cuenta de cuánto hablan los ojos y las miradas. La anestesista transmitía una mezcla de solidez y frescura. Mientras la escuchaba explicarme los tipos de incisión posibles y el dolor que producían, me di cuenta de que estaba haciendo un ejercicio consciente de dialogo conmigo, un ejercicio perfecto de comunicación compasiva y empática, como los que yo trato de hacer en el trabajo con mis estudiantes. Me dio mucha confianza. Y me dio alegría.

Después de la anestesista vino un médico, que luego me enteré que tenía mucha experiencia en miomas, y que participaba como especialista en la operación para asistir a la cirujana. Me pareció muy tímido y como que no quería pronunciarse demasiado o tomar responsabilidades porque simplemente me dijo su nombre, que iba a estar en la intervención y que si tenía alguna pregunta se la hiciera a la cirujana, quien fue de las últimas en venir. Al verla, y darme cuenta de que era la ginecóloga que me había estado llevando el caso tuve una sensación de alivio. Cuando tuvimos la última consulta con ella no nos dejó claro si sería ella quien me operaría o si sería otro especialista del departamento. Esta mujer había sido, a mi criterio, muy profesional en la manera de llevar el caso, exhaustiva, clara, y motivada en profundizar en el problema y buscar la mejor solución para mí. Un par de años antes me había visto otro médico que durante la consulta solo parecía tener unas ganas locas de coger el bisturí, lo cual me hizo rechazar la idea de enfrentarme a una operación en aquel entonces (El clic). Muy fuerte. Después de revisar los papeles con la cirujana y firmar el consentimiento para la operación, le di el número de teléfono de Juanpe y le pedí que, por favor, lo llamara cuando acabara la operación. Me dijo que así lo haría y salió del cubículo. La siguiente vez que la vi fue después de despertarme de la anestesia.

Ahora no recuerdo bien a quién, pero si tuviera que hacer una apuesta diría que fue a la anestesista a la que durante la conversación le dije que me gustaría ver lo que me quitaban, que era importante para mí. Quería saber cómo eran mis fibromas. Quizá por curiosidad de mi formación científica, quizá con la esperanza de así poder entenderlos y hacer más real lo que estaba pasando. Quizá simplemente para hacer las paces conmigo misma y no sé, pedirme perdón.

Poco después, cuando era algo más de la una, me vino a buscar una nueva enfermera, muy sonriente y agradable. Pusimos el teléfono móvil, la cartera con el DNI, y las llaves en un sobre que guardarían en un sitio más seguro que la maleta y el resto de mi ropa, y que tendría que pedir cuando me llevaran a planta después de la operación. La enfermera me pidió que me pusiera la bata que yo había traído de casa y me llevó al fin a quirófano.

Allá vamos. Todo va a ir bien. Me dije por dentro con una sonrisa.

4 comentarios en “5. El preoperatorio

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *