Sanando
10. Víctima y culpable

10. Víctima y culpable


A veces me pregunto cuánta culpa tengo de lo que me ha pasado, de mis miomas, o fibromas, y el deterioro de mi estado de salud con el tiempo. La enfermedad se acumula. Pensando en mí, también pienso en todas las demás personas que enferman. ¿Qué nos ha pasado? Al tratar de responder, se me aparece una visión del mundo que apuesta contra el individuo. Creo que he sido culpable y que he sido víctima. Y lo que ahora tengo claro es que ya no quiero ser ninguna de las dos.

Hace algunos años, trabajé de investigadora postdoctoral en un entorno clínico. Aprendí que, a grandes rasgos, las enfermedades pueden tener su origen en factores genéticos, ambientales, o ser el resultado de una infección. Cuando me lo explicaron me pareció tan obvio que me sorprendió no saberlo. Y en la realidad, la gran mayoría de las veces, la aparición de una enfermedad es el resultado de una mezcla de estos tres factores, y rara vez se debe a una única causa.

Yo no llegué a conocer a mi abuela paterna, pero diría que si tengo una predisposición genética a desarrollar fibromas es porque la heredé de ella. Mi padre me contó que, en 1952, la tuvieron que operar porque también tenía fibromas que le estaban dando lata. Además, me contó que cuando la operaron, ella tenía 35 años, y fue a los seis años de haber nacido él, su único hijo. Mi padre no sabe contarme con certeza qué fue exactamente lo que le hicieron, pero él siempre entendió que le habían quitado la matriz porque le dijeron que ya no podría tener más hijos. Me surgen muchas preguntas que le hubiera querido hacer. Quizá ella no tendría todas las respuestas, pero a lo mejor hubiéramos hecho juntas un camino de comprensión mutua al compartir nuestras historias. Pienso en aquella época, hace casi 70 años, y trato de hacerme una idea de toda la información que yo tengo que ella no tenía, que incluso ni los médicos que la operaron tenían. Si intento imaginarme las condiciones de la operación, lo único que me viene a la mente es algo así como una imagen de precariedad médica, una imagen que seguramente esté alimentada por las imágenes de películas de otras épocas pasadas. Me pregunto cuán cerca estará mi imaginación de lo que realmente pasó.

También me pregunto si mi abuela tuvo miedo. O cómo fue su dolor. Estoy segura de que no tuvo la oportunidad de autoadministrarse morfina cuando despertó de la anestesia como yo la tuve (Dos noches y tres días). Me pregunto si mi abuela también sangraba entre reglas. O si las suyas eran tan abundantes como las mías. Siento que me gustaría hacer un viaje en el tiempo y darle un abrazo fuerte antes de que entrase a quirófano y decirle que todo iba a estar bien. Cuando mi padre cuenta alguna historia de mi abuela, siempre la describe como una mujer valiente, así que a lo mejor ella también estuvo positiva antes de entrar a quirófano. Mi padre no le vio la cicatriz, pero creemos que tuvo que haber sido vertical, que era lo más normal en aquella época. Cuánto me hubiera gustado verle la barriga y ponerme al lado suyo y compararnos frente al espejo. Puestos a imaginar, quiero imaginar que vamos a la playa y paseamos las dos en bikini por la arena negra, de la mano, caminando despacito con los pies en el océano, sintiendo la brisa y dejando que el sol nos cure la piel.

Mi abuela no supo que tendría una nieta, y mucho menos supo que tendría una nieta a la que también operarían de fibromas. Me pregunto si llegó a imaginarme, aún sin conocer de mi futura existencia. La mente humana siempre ha sido compleja, en todas las épocas. Quizá mi abuela sí que pensó en mí. A pesar de mi abuela, desarrollar fibromas no es sólo una cuestión de predisposición genética. El entorno también cuenta, como indica la triada. De lo que sí que estoy segura, es que lo que me ha pasado no tiene nada que ver con ninguna infección.

Cuando pienso en el entorno, mi entorno, nuestro entorno, me lo imagino como una especie de amalgama rota. Conectada y desconectada. El entorno es todo eso que en algún momento está a nuestro alrededor, afuera, y termina teniendo un impacto adentro nuestro, profundamente a veces. Esos factores ambientales que van desde la calidad del aire que respiramos y el sueño, hasta lo que comemos y con quién estamos. El estrés. A raíz de la operación me he empezado a leer un par de libros. Uno ya lo acabé, Cómo mejorar tu ciclo menstrual de Lara Briden. El otro lo tengo empezado, Fix your period de Nicole Jardim. Yo ya lo notaba, pero leyendo estos libros me he dado cuenta de que sí, de que definitivamente mi entorno ha tenido un papel importante en el desarrollo de los fibromas.

Estando acostumbrada a estudiar proteínas en mi trabajo, que yo siempre las comparo con los trabajadores de una fábrica, creo que había subestimado el papel tan crucial que tienen las hormonas en nuestra biología. Las hormonas son como los mensajeros, las que anuncian a los trabajadores en qué etapa del proceso estamos para que ellos se puedan coordinar y llevar a cabo la función que toca. Si el mensajero falla, el proceso se descontrola. Si las hormonas se desregulan, la biología se descontrola. Y además hay una jerarquía, y el cortisol, la hormona del estrés, es una de las reinas. La otra reina es la insulina. Si estas hormonas se desregulan, las demás también, y los procesos afectados se multiplican en cascada.

Siendo honesta conmigo misma, y en un ejercicio de humildad, creo que he sido una clara víctima del estrés, de la presión, del cansancio, de la sociedad moderna que alimenta que el éxito de la vida se consigue a través de una carrera profesional, y a toda costa. Creo que he sido víctima de tener que demostrar, algo, lo que fuera, de tener miedo a ser juzgada, de fallar a la expectativa. A veces incluso, de ser mujer en un entorno laboral dónde la jerarquía está mayoritariamente formada por hombres.

Soy una persona afortunada que se ha dedicado a su trabajo por pasión. He puesto muchas ganas y mucha energía. Y hay muchos aspectos de mi trabajo que disfruto muchísimo. En parte, quizá haya sido esa entrega la que me ha llevado al desequilibrio. El apego a la etiqueta laboral, y sentirme identificada con esa etiqueta como si la importancia de mi existencia sólo fuera mi trabajo. Y a la vez, parte de mi estrés y cansancio, no solo vienen de la presión, sino de darme cuenta desde dentro que el sistema está equivocado, de querer hacer las cosas de otra manera y sentir que no es posible, que no soy suficiente para que sea posible. Pienso en los millones de personas en el mundo que viven condiciones de trabajo mucho más atroces. Me entra lo que yo llamo el dolor universal, y es cuando lloro desconsolada de tristeza por las injusticias del mundo. Creo que el sistema está equivocado porque creo que la vida de otra manera es posible. Otra manera que estoy buscando, que estoy encontrando.

Volviendo al estrés, cuando antes de operarme tenía rachas de mucho estrés y cansancio, me dolía el vientre. Yo lo llamaba un dolor de tensión, como cuando tienes la piel seca y duele porque tira. Pues así, pero por dentro. Algo tiraba, y dolía. Y cuando dejaba de doler, sangraba, sin importar en qué parte del ciclo estuviera. A veces he sangrado tanto como si casi tuviera la regla, pero no era la regla. Ahora creo que lo que tiraba eran los tejidos de la pared del útero, mientras el fibroma crecía, con el estrés y el descontrol provocado por el mensaje del cortisol.

Otra cosa que he aprendido en estos libros, y que también me ha servido muchísimo en este proceso de elucidación, es la función clave que tiene el hígado en el equilibrio hormonal. Los fibromas están relacionados con unos niveles desproporcionados de estrógenos y progesterona, que son dos hormonas fundamentales en la salud de la mujer. Esta desproporción suele darse porque hay un exceso de estrógeno. Y si hay un exceso es, o bien, porque se produce demasiado, o bien, porque no se elimina lo suficiente y entonces se acumula. Pues resulta que el hígado es el encargado de eliminar el estrógeno y ahora lo veo como un aliado clave al que trato de apoyar para que me ayude.

Cuando uno bebe alcohol, el hígado está demasiado ocupado eliminando el alcohol y no da avío para también eliminar el estrógeno, ayudando a que se acumule, y promoviendo el descontrol biológico. Pues la verdad sea dicha, y tratando de mantener una perspectiva objetiva de mis propias circunstancias, creo que en mis últimos años de vida he pasado mucho tiempo tomando más alcohol de lo que mi hígado era capaz de gestionar. Uf. Esta frase ha sido muy difícil de escribir. Y me hago otra pregunta: ¿Por qué? Y aquí viene el remate: para huir del estrés.

Beber es barato, funciona a corto plazo y está socialmente aceptado, incluso recomendado. Además, tengo que reconocer que me gusta el sabor de un buen vino, o una buena cerveza, o un buen alcohol de grado alto como el ron o el whisky. También me gusta coger el puntillo. Empecé a beber alcohol cuando empecé a salir de fiesta siendo adolescente. No tenía sed para beberme una copa larga, así que me iba más lo de tomar chupitos. Luego, en la época universitaria no bebí mucho, era caro, y fue después con la tesis que el alcohol volvió a estar más presente, sin que fuera en realidad la solución a nada de lo que me pasaba.

Los últimos años han sido complicados y me doy cuenta de que siempre ha habido una excusa fácil para justificar tomar algo. A pesar del cuerpo pesado o resacoso del día después, a pesar de la mente nublada, a pesar de migrañas, a pesar de dolores en el hígado y en el vientre. A pesar de seguir sangrando cuando no toca y de las dificultades emocionales. Me pregunto por qué está tan normalizado. Es muy fácil dejarse llevar. Necesitamos escapar. Ha llegado un punto en el que creo que hemos confundido lo normal con lo que está bien, con lo sano. Que todo el mundo lo haga no significa que sea bueno. Que todo el mundo viva así no significa que no exista otra manera. Sí que existe.

Aunque pueda tener predisposición genética dada la historia de mi abuela, creo que, hormonalmente, me he hecho mucho daño por no escuchar a mi cuerpo, por beber más de lo que me toca, por sentirme atrapada y, sin quererlo, alimentar una manera de hacer las cosas con la que no me identifico. Me he sentido culpable por ello, pero la operación me ha brindado la oportunidad de cambiar mi suerte, de empezar a hacer las cosas de otra manera. Con la alimentación podemos ayudar al metabolismo del hígado y hacer que sea más eficaz en su función eliminadora de estrógeno. Todas las verduras de la familia de las Brassicas contribuyen a la buena función del hígado. Hace unos meses que he empezado a cambiar de hábitos y me siento mucho mejor, más equilibrada, más sana, más despierta, más serena. Me pregunto que hubiera hecho si hubiera tenido acceso a esta información siendo más joven, si hubiera entendido el impacto biológico de estas decisiones. Al hacerme la pregunta, me doy cuenta de otro elemento clave en todo este proceso: la barrera mental. La confianza en uno mismo para escucharse y seguir sus instintos. A pesar de los demás. La voluntad. La salud mental. Cada vez se están abriendo más las puertas a hablar de estos temas sin estigma y tengo la esperanza de que el futuro sea diferente. Quiero ayudar a que sea diferente, a que no tengamos miedo, a que todos tengamos información y podamos salir de la vorágine.

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