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8. Dos noches y tres días

8. Dos noches y tres días

Incluyendo la operación, estuve en el hospital dos noches y tres días. La primera noche fue la más dura de todas, en parte por el dolor de las heridas y en parte porque no pude descansar a causa de las constantes visitas de la enfermera, quien vino cada hora a tomarme la presión, y a monitorear el pulso, el oxígeno y la temperatura. A cuidar de mí. Después de cada una de sus visitas, yo apretaría el botón de la morfina tres veces.

Estar bajo los efectos de la morfina me hacía tener sensación de dolor y de estar a gusto a la vez. Y en un corto espacio de tiempo sentí muy claramente por qué uno puede volverse adicto a la placentera sensación de letargo que producen los opiáceos. Es como estar despierto y dormido a la vez, y a gusto. Me acuerdo de respirar y sentir la respiración en todo mi cuerpo. Me gustaba permanecer inmóvil después de exhalar, como cuando hago los ejercicios de respiración en casa. Permanecer sin coger aire por unos instantes, alimentada esta vez por la mascarilla de oxígeno. Simplemente estando y sintiendo. Una y otra vez. Hasta que volvía a llegar la enfermera y, con el despertar del dormitar, el dolor se agudizaba de nuevo.

Después de esta experiencia he pensado mucho en la anestesia y en la abrumadora cantidad de operaciones y procedimientos médicos que se pueden llevar a cabo de manera segura y controlada gracias a su uso. También he pensado mucho en el dolor. El dolor físico. Lo inconscientes que somos de la maravilla biológica que representan nuestros cuerpos, cuando todo va bien, cuando todo va como un reloj, y los mecanismos son equilibrados. Damos por sentado ese equilibrio. Se trata, sin duda, de un equilibrio dinámico y perfecto, y, aunque frágil, dotado de una alta capacidad de recuperación. Nuestra biología es resiliente, y siento que es cada vez más importante que seamos conscientes de eso, que seamos capaces de escucharnos, de ayudarnos, de tomarnos el tiempo para querernos a nosotras mismas.

El dolor que la operación me había dejado era nuevo. Y pasajero. Sabía que sólo era cuestión de tiempo, que cada día sería un poco menor, que millones de mujeres en todo el mundo se habían recuperado de este tipo de operación y muchas otras similares. Y yo también lo haría. La operación me ha hecho sentir parte de esa comunidad, la de las mujeres con cicatriz en el vientre, a quienes nos han abierto y extirpado una parte de nuestro yo mujer. Un yo mujer oprimido e incomprendido. No escuchado. O escuchado demasiado tarde. En mi caso quiero pensar que con los fibromas también se están yendo la opresión y la incomprensión, y me siento llena de agradecimiento por ello. Todo este proceso me está haciendo despertar una toma de conciencia sobre mí misma de una forma más profunda, más clara, más bella, más sana. Reflexionar sobre esto, me hace pensar en esas otras mujeres que, al pasar por quirófano, han tenido que alejarse también de valiosas partes de su biología. De sus úteros, sus trompas de Falopio, de sus ovarios, o de parte de sus vaginas. Pienso también en las mujeres que han perdido sus pechos parcial o completamente. Al fin y al cabo, yo solo me he deshecho de lo que una vez nunca estuvo allí. Me imagino que para muchas de esas mujeres el dolor quirúrgico trae también un dolor emocional, de mayor duración e impacto.

De las tres mujeres que compartían habitación conmigo, una también tuvo una operación ginecológica. Las otras dos tuvieron intervenciones urológicas. La mujer de la operación ginecológica estaría a mitad de los cincuenta y le habían hecho una histerectomía total. Tenía una herida vertical cerrada con grapas. Me contó que cuando le hicieron la cesárea cogió una infección de útero que le había durado demasiado tiempo sin diagnosticar ni curar. Ahora se lo quitaban todo y lo contaba con el alivio de haberse quitado un peso enorme de encima.

De las otras dos mujeres, una era una señora de unos setenta años a la que le habían quitado un riñón, y cada vez que se movía decía “Ay, pobre de mí”, y lo decía de una manera entrañable, que transmitía cariño hacia sí misma. A la otra, una mujer algo más mayor que yo, le habían extraído la vejiga y parte del sistema urinario por un cáncer. Esta mujer me dio muchísima pena. Tenía mucho dolor y la sonda que le habían puesto para orinar tenía fugas, que las enfermeras venía a arreglar a cada rato. En un momento dado oí cómo le enseñaba su herida a la mujer de la histerectomía diciendo: “Mira, mira cómo me he quedado. Los médicos me han dicho que seguramente no voy a poder tener relaciones sexuales nunca más” y sollozaba mientras terminaba la frase. Se me encogió el estómago al escucharla y pensé en lo importante que es nuestra sexualidad y la relación que tenemos con ella. Esta mujer estaba perdiendo parte de su sexualidad y el dolor de enfrentarse a esa pérdida como resultado de su operación era palpable.

El día después de la operación vino a verme la cirujana. Me explicó lo que habían hecho. Habían hecho tres incisiones en la pared de mi útero. La primera la hicieron para sacar el fibroma mayor, que cuando salió arrastró el resto con él en una única masa. Para comprobar que efectivamente eso es lo que había pasado, tuvieron que hacer dos cortes más y ver que ya no había nada dónde se suponía que estaban el resto de fibromas. En la parte interior de la pared del útero había muchos más de menor tamaño, de los que sólo pudieron quitar la mayoría, no todos. Me dijo que les había sacado fotos, que si quería ver los grandes. – Sí, por favor. – Le dije entusiasmada. Sacó su móvil del bolso y me enseñó la foto de una masa aglomerada de tejido, que bien podía tener el tamaño de un puño. Era una masa compacta y tenía la apariencia del tejido de una pechuga de pollo. Luego leí que los miomas se generan a partir de células de tejido muscular liso de las paredes del útero, y entonces pensé que tenía sentido que se parecieran en aspecto a una pechuga de pollo. Me pareció increíble que aquella masa hubiera estado dentro de mí, creciendo, durante tantos años. Pero ahí estaba ahora, fuera de mi cuerpo, ofreciéndome la oportunidad de volver a empezar. Ver la foto me dejó una sensación de claridad sobre lo que estaba pasando.

Dejé la morfina y empecé a tomar los analgésicos orales a la mañana siguiente de la operación, siguiendo las indicaciones de la ginecóloga de guardia. Estaba determinada a seguir las indicaciones de los médicos para poder recuperarme lo mejor posible y lo antes posible. Los analgésicos no ayudaban tanto con el dolor, pero me permitieron salir del letargo y empezar a tener más energía para moverme. Cuando me intenté levantar de la camilla después de que me quitaran la sonda de orinar y el drenaje de la herida, toda la zona abdominal me dolía muchísimo. Me di cuenta de que los músculos del tronco nos asisten en mover el cuerpo constantemente. A aquellas alturas, mi cuerpo tenía un olor a sudor inaguantable. No soporto cuando me huelo y huelo mal. Tengo la nariz muy fina y decidí que era peor seguir oliéndome que ir a ducharme. Llegar al baño del pasillo fue un proceso torpe y doloroso. Cada paso era un desafío, pero cada paso era un paso más hacia la recuperación. Aquella primera ducha fue una de las mejores sensaciones que recuerdo de esos tres días.

El tercer día me dieron el alta. Mi amiga Sharon vino a buscarme por la tarde para llevarme a casa. Con ella había tenido muchas conversaciones sobre los fibromas y la decisión de operarme. Ella siempre me apoyaba mucho y me ofrecía comprensión y pragmatismo. Me dio mucha alegría verla en la entrada del hospital. Durante esos tres días recibí muchos mensajes de cariño y ánimo de mi familia y amigos. Estaba contenta de haber tomado la decisión de compartir lo que me estaba pasando. Y a pesar de que no tuve ninguna visita en el hospital por las medidas de seguridad de la pandemia, me sentía muy acompañada y afortunada. Al salir del hospital, un nuevo periodo de este viaje daba comienzo, uno para mí, para cuidarme, entender, reflexionar, aprender y tomar nuevas decisiones.

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