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18. El otro viaje

18. El otro viaje


Dentro de muy pocos días volvemos al sitio del que provengo, un sitio del que me fui hace casi 22 años. Hay momentos en los que aún no me lo puedo creer. Es un sitio pequeño. Una isla. Este viaje de vuelta a mis orígenes representa el fin y el comienzo de muchas cosas. Representa desconectar y reconectar con muchas cosas. Es ese viaje más grande del que hablaba hace unos meses, ese viaje deliberado para salir del torbellino y huir del huracán (Sed de conocimiento), para profundizar en el entendimiento de la vida en general, y de mi vida como mujer, desde una nueva perspectiva. Más ligera. Más consciente. Una vida donde la pobreza de tiempo (¿Dónde estás?) no exista, donde el entendimiento y el conocimiento del entorno y la naturaleza me lleven a entenderme y a conocerme. A confiar en mi intuición sin obsesionarme por racionalizar, y a la vez teniendo una mente abierta para ver con claridad lo que está pasando.

Es un viaje en el que el último año y medio ha tenido mucha influencia, aunque llevemos preparándonos algo más de tres años. Del torbellino no se sale así como así, ni mucho menos en medio de una pandemia. Enfrentarme a la operación, y atravesar esta experiencia de querer reconectar con mi cuerpo y mi biología ha tenido una influencia sobremanera en la visión que tengo de esa vida futura, pronto presente. Creo que hace unos años ni siquiera era consciente de que estaba atrapada en el torbellino. Era consciente de él, pero me negaba a mí misma que yo formara parte de su fuerza motriz a la vez que sufría las consecuencias de su vertiginoso e imparable movimiento. Etiquetas sociales. Prisas. Estrés. Una alimentación desequilibrada. Una salud desequilibrada. Una falta total del cuidado de mí misma, priorizando siempre a las personas de mi alrededor. Presiones económicas y laborales. Miedo al rechazo, que me producía a su vez el rechazo de mí misma (El rechazo). Y la inercia poderosa de querer disimular lo que siento por dentro, que simplemente es que algo no está bien en esta manera de vivir, y que la vida no puede ser así, aunque en medio de tanto caos vertiginoso haya momentos de plenitud, alegría y bienestar.

Cuando empecé mi último trabajo hace seis años, me acuerdo de que tenía muchísima ilusión, que me sentía preparada para dar el paso de subir de puesto y estar al mando, que al fin iba a poder hacer las cosas a mi manera, con cariño, y poniendo siempre el valor de las personas ante el valor del trabajo. Tengo una confianza profunda, porque la experiencia me lo ha demostrado, en que, si uno se preocupa del bienestar de la persona, no tiene que preocuparse de la calidad del trabajo de esa persona. Si la persona está bien, el trabajo saldrá bien. Alguien que se sienta valorado, apoyado, escuchado en el trabajo, va a trabajar con motivación, queriendo aprender y haciendo que las cosas salgan bien por propia implicación, en vez de por la presión de tener que aguantar en el puesto para llegar a fin de mes.

Mucha gente me dice que, físicamente, parezco más joven de lo que soy. Siendo mujer y empezando un trabajo en el que estaba al mando, esta apariencia juvenil me hizo sentir insegura, como si mi experiencia y lo que había demostrado para que me dieran el puesto no fuera suficiente para que los demás confiaran en mí. Simplemente porque parecía muy joven. La chica nueva, la jovencita. También extranjera. Sentir esa inseguridad y estar inmersa en un entorno laboral académico muy masculino comparado con mi trabajo anterior, fue el punto de partida de la etapa más intensa de rechazo hacía mi yo mujer que he tenido. Quería hacer las cosas bien, parecer tan profesional como yo me sentía, y me daba la impresión de que ser mujer y ser joven eran un obstáculo para que los demás me tomaran en serio o confiaran en mis capacidades.

Enfrentarme a empezar este nuevo trabajo teniendo miedo de ser malinterpretada y juzgada me hizo mucho daño. Muchos de los académicos con los que trabajaba eran hombres, mayores que yo, que me hacían sentir tratada condescendientemente y que me ponían a prueba. Las mujeres no me hacían sentir así, ni los estudiantes tampoco. Me encanta trabajar con los estudiantes. Y queriendo parecer profesional, abandoné gran parte de mi feminidad, dejé de ser coqueta, y de querer verme guapa. Reprimí mi alegría. Creía que destacar mi estética o contribuir a parecer joven y jovial iba en contra de mi profesionalidad. Y a la vez que todo esto pasaba, el estrés y el cansancio también iban aumentando. Mientras escribo esto tengo una sensación en el pecho de que me parece increíble, y es casi como si una parte de mí misma quisiera hacerme luz de gas para no aceptar la realidad de como me llegué a sentir. Pero fue así. Fue así. Y se lo contaba a Juanpe los viernes o sábados por la noche después de unas cuantas copas de vino, y con los ojos llenos de lágrimas. Emocionalmente fue una etapa muy difícil y no supe cuidarme. Más bien hice lo contrario. Y las hormonas cada vez estaban más desequilibradas y mis fibromas seguían creciendo.

Hacer investigación en el mundo académico puede ser una experiencia extraordinaria, muy emocionante y positiva, pero también puede convertirse en una pesadilla de presión y aislamiento imposibles de aguantar para muchas personas, no solo para las mujeres. He trabajado en la ciencia del mundo académico en cinco países y en todos sitios he visto de todo. De verdad, de todo. Y yo sólo conozco el mundo académico, pero no creo que difiera mucho de la mayoría de entornos laborales. Pero me niego a pensar que la vida tiene que ser así. La vida puede ser de otra manera. Y hacer este viaje de vuelta significa abrir la puerta a esa otra manera.

Cuando hablo de volver, siempre digo que para volver hay que estar preparado. Si no se está preparado, no se puede volver, o al menos no de una forma equilibrada. Y a veces, se quiere volver, pero no se puede. O puede que te hayas ido sin haber querido irte. En mi familia de lado paterno, y contándome a mí, llevábamos cuatro generaciones de emigración. Tres generaciones que salieron de sus países para no volver: mis bisabuelos, mi abuela (Víctima y culpable), y mi padre. Y yo, que me fui sin saber muy bien el recorrido qué iba a hacer. Al volver ahora, y haciéndolo de voluntad propia y con muchísima ilusión, siento que cierro un ciclo para sanar el pasado, el mío, y el de ellas y ellos. Siento que cierro un ciclo de emigración de muchas generaciones que buscaban una vida mejor, igual que yo, y que no tuvieron la oportunidad de cerrar sus propios ciclos, de manera equilibrada y consciente. Pensando en este viaje de vuelta a los orígenes y en el viaje que hago a través del blog (Un viaje de reconexión), se me ocurre pensar que soy capaz de tomar consciencia de la voluntad de reconexión porque he estado alejada y desconectada. Como si, si siempre hubiera estado conectada conmigo misma no sería ahora tan consciente de lo que significa e implica esta reconexión, de lo importante que es. Volver a mis orígenes, crear una vida allí también tiene mucho más sentido después de haber estado tanto tiempo fuera.

Cada vez que me he mudado a un sitio nuevo, lo he sentido como la oportunidad de un comienzo dónde puedo poner sobre la mesa una versión mejorada de mí misma. Pero además una versión fresca y ligera, sin traumas ni lastres, sino con esperanza, con la sabiduría de la experiencia adquirida y el deseo de continuar mejorando y dando valor a la historia de mi vida. Al igual que la operación (Dos noches y tres días), el viaje de regreso del que hablo hoy también me ofrece la oportunidad de un reset, quizás sea un reset histórico, o emocional. Quizás sea un reset familiar. Aún no estoy segura. Pero sé que vamos a crear el entorno que nos lleve a desarrollar la vida que queremos tener, más equilibrada, consciente y cercana. En definitiva, más conectada, con la naturaleza, con los demás y con uno mismo. Todos estos años fuera de allí me han servido para entender quién soy, mis capacidades, lo que me interesa y me hace disfrutar, lo que quiero y, por supuesto también lo que no. Vuelvo sintiéndome fuerte, más mujer que nunca, y queriendo vivir con los sentidos a flor de piel, de una manera bellamente salvaje.

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